Estoy paralizada de miedo, de terror, mi cuerpo se encuentra inmóvil, inerte, en estos momentos no puedo gritar, no tengo voz. Me miro al espejo y veo un rostro desvaído y unos ojos adormilados, los párpados hacen un esfuerzo sobrehumano …
El silencio es ensordecedor y en medio de ese blanco, un grito silencioso: la lágrima. Húmeda, salada, rabiosa, impotente y herida. Una vez que empieza no para de brotar a la espera de ser rescatada, secada, eliminada, pero ante todo entendida.
Simbolizada por el hilo rojo atraviesa el papel rugoso con una aguja, y lo hiere sin retorno.
Después de una lágrima las imágenes cambian, se vuelven turbias, difusas, saladas y húmedas, pero a quienes más cambia una lágrima es al ser que la llora: ni el dolor, ni la amistad, ni el amor, ni la luz vuelven a significar lo mismo.
Lídia Oliver